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Falleció en el geriátrico Del Rosario de José C. Paz por “causas naturales", según confirmaron fuentes policiales a Infobae. Tenía 83 años y estaba bajo libertad condicional.
Ricardo Alberto Barreda nació en La Plata el 16 de junio de 1936 y ejerció como odontólogo hasta que un día dejó el anonimanto para ser un hombre tristemente célebre: mató a escopetazos a las mujeres de su familia porque, según él, lo maltrataban y le decían "conchita".
El 15 de noviembre de 1992 mató a balazos a su esposa, su suegra y sus dos hijas en su casa de La Plata.
Ese día, el dentista Barreda agarró un plumero y le dijo a su esposa Gladys Margarita Mac Donald, de 57 años:
–Voy a limpiar las telarañas del techo.
Y como un autómata fue hasta el garaje a buscar una escalera. El conchita fue hasta el bajo escalera porque ahí guardaba un casco. El conchita era cauto: varios conocidos se habían caído y golpeado la cabeza mientras ataban la parra. Pero conchita no llegó a levantar el casco porque antes de hacerlo, algo le llamó la atención: entre una puerta y una biblioteca había una escopeta Víctor Sarrasqueta calibre 16,5 que le había regalado su suegra Elena Arreche, de 86 años. Inusual y peligroso regalo para un yerno.
Pero esa es su versión. La del hombre atormentado y humillado. Los peritos creen que ni siquiera le decían conchita y que los femicidios fueron planificados a la perfección. Porque odiaba a las mujeres de su casa.
Coinciden en que ese día Barreda sintió un alivio. Desordenó la casa como para simular que había sido un trágico asalto, se subió a su Ford Falcon verde, tiró la escopeta en un arroyo y luego se fue al zoológico. Lo relajaban las jirafas y los elefantes. Por un momento se preguntó si él no merecía estar enjaulado, en lugar de esos animales. Encerrado en un zoológico, como una atracción de circo fatídico, el hombre que un día eliminó a su familia en vez de limpiar la parra. ¿Alguien se compadecería de él? Luego fue al cementerio a llevarles flores a las tumbas de sus padres. Y les habló. Una costumbre que tuvo siempre: hablarles a sus muertos queridos.
Más tarde se encontró con su amante Hilda para encerrarse en un hotel alojamiento. En esa pieza oscura dos cuerpos se calentaban. A pocas cuadras de ahí, otros cuatro cuerpos se enfriaban sin pausa. Antes de volver a su casa, el odontólogo y su amante comieron pizza.
Al volver a su casa se reencontró con una mezcla repugnante de olores: a cadáver, a pólvora, a encierro. Desordenó el lugar y llamó a la Policía:
–Entraron a robar a casa. Hay cuatro bultos.
Pero los detectives que revisaron la escena del crimen dudaron de que hubiera sido un robo.
–Ahí están los cuerpos –informó Barreda con frialdad.
Al subcomisario Ángel Petti le sorprendió que dijera "bultos" y luego "cuerpos" y no mi mujer, mis hijas, mi suegra. Para el odontólogo eran cosas desechables. Encima, mientras los peritos trabajaban en la escena del crimen, él fumaba y acariciaba la cabeza de Nahuel, el perro de la familia.
El subcomisario estaba convencido de que el asesino estaba delante suyo. Luego lo llevó a su despacho. Le convidó un cigarrillo Benson y le preguntó qué había hecho ese día:
–Nada. Bueno, este…fui a pescar, después a ver a mi amante. Comimos pizza. Y cuando volví a casa me encontré con todo esto.
Petti sabía que el único lugar sin desorden era la pieza donde Barreda dormía solo. Todo estaba en su lugar: la cama hecha, la ropa apilada prolijamente, el piso encerado, los zapatos apilados. No hacía falta ser un experto sabueso para comprobar que la escena del crimen había sido alterada.
En un momento, mientras iba a buscar dos sándwiches, Petti dejó a Barreda solo. Antes le dio el Código Penal en la página donde figura el artículo 34, que establece la imputabilidad o no de una persona y si comprendió la criminalidad de sus actos. Barreda lo leyó con atención.
Cuando volvió, Petti le dijo:
–Así que una vez hizo un curso de criminología.
Barreda, que días antes del cuádruple crimen había ido a una charla en el Colegio de Abogados, no lo desmintió.
–¿Cómo lo sabe?
–No importa. La cuestión es que lo sé. También sé que practicó tiro contra un árbol.
–Dígame quién se lo dijo.
–Se lo digo con una condición.
–¿Cuál?
–Que usted me diga dónde está la escopeta con la que mató a su familia.
–La tiré en Punta Lara.
De alli a la Comisariia, la Alcaidía, el juicio, la condena, la prisión perpetua, las salidas condicionales con escándalos y la muerte.
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